6 de febrero de 2013

Doble San Antonio 2013

El 2 de Febrero fue un día muy loco. Me dormí pasadas las 6 de la mañana para despertarme a las 9, bañarme y salir para el aeropuerto a recibir a dos de mis mejores amigas, que volvían de un viaje en el que recorrieron buena parte de Europa. De ahí me fui a la casa de una de ellas, donde comí un par de sandwiches y charlamos un rato hasta que me volví a casa. Allí, ordené todo para hacer de cuenta que la noche anterior no había habido un despelote y, a las 5 de la tarde, sin siesta de por medio, partí para Piriápolis.
Al llegar -alrededor de las 7 de la tarde- Madre y Prima me reciben y me preguntan si estoy bien comido y bien dormido. Cuando les pregunto por qué, me responden que ese día se corría la Doble San Antonio, una de las carreras más antiguas del país, que consiste en correr 8 kilómetros, teniendo como parte del recorrido la subida y bajada al Cerro que lleva ese nombre (de ahí el 'Doble', hay que subirlo y bajarlo). La conversación siguió pero yo me quedé estancado ahí. Inmediatamente me volvieron las ganas de correr y empecé a pensar que no había traído el calzado apropiado y cosas del estilo.


Llegué a la casa y después de informarme sobre las inscripciones y detalles de la carrera, salí raudo y veloz a buscar un RedPagos para anotarme. A partir de ahí el humor de mi vieja pasó de ser graciosón a enojarse y ponerse nerviosa. Llegué al RedPagos y afortunadamente había cupos. Pagué la inscripción, me anoté, recibí el número y el chip y volví. Hacía una hora y media que había llegado y faltaba una hora para la carrera. Me cambié, tomé un vaso de jugo y salí acompañado por Madre, Prima y su hijo, que se llevaron sillas y se pusieron en la rambla para mirar la carrera. Yo me fui hasta la zona de calentamiento faltando algo más de 20 minutos para empezar. Estaba pasando: iba a correr otra vez una carrera de varios kilómetros.


Cuando me pareció que ya había calentado bastante -ni a palo había calentado lo suficiente- me puse en la largada. Aún faltaban largos 17 minutos para salir. Y ahí empezó uno de los momentos más lindos de este tipo de carreras. Todo el mundo está expectante, los corredores y la gente que va a darles apoyo. Se escucha un murmullo general de ansiedad mezclada con nerviosismo; ansiedad y nerviosismo que a uno también le resultan inevitables. Al mismo tiempo hay como un silencio que siempre termina llenándose con lo mismo: uno se pregunta si va a ser capaz de lograrlo. Si va a poder dominar la distancia. Si va a poder superar las dificultades que vengan en el camino. Se acuerda de cosas que escuchó en conversaciones ajenas. Que la bajada es más difícil que la subida, que son 6 kilómetros entre subida y bajada y solo dos en llano, que planeo hacer nosecuántos minutos, etc. Y uno está ahí, y no puede evitar mirar el reloj cada tanto. Sabe que en breve se va a largar y todo eso se va a poner a prueba. Uno mismo se va a poner a prueba. Y de ahí la ansiedad y el nerviosismo.
Finalmente los eternos 17 minutos pasaron y el reloj llegó a cero. La enorme fila empezó a moverse y, apenas pasados los dos minutos desde el inicio, empezaba mi carrera.

Arriba del todo se ve el sendero de luces que marcan el camino a  la cima.
Después de pasar por donde estaban Prima, Sobrino y Madre (que ahora gritaba como la hincha número uno a pesar de que media hora antes me puteaba por haberme anotado), decidí llevar el ritmo de menor a mayor, para que no me pase como en la 10K de 2011, y teniendo en cuenta que iba a tener unos cuantos kilómetros en subida. Y fueron unos cuantos en serio. Le di la vuelta al cerro subiendo, para llegar a la mitad del recorrido en 26 minutos. Ahí empezó la bajada, que supuestamente era peor. Y lo fue. En la primera bajada que tuve aflojé las piernas y me dejé llevar. Pero claro, al dejarme llevar por el impulso de la bajada aceleré y me cansé más rápido, lo que desembocó en que me viniera un dolor espantoso abajo de la costilla que me hizo parar por unos metros. Decidí seguir y tratar de correr, por más lento que fuera, pero correr. Al poco tiempo el dolor empezó a disminuir y cuando me quise acordar no solo estaba corriendo a ritmo casi normal sino que estaba terminando la última bajada y faltaban dos kilómetros para terminar la carrera.

Volví a pasar por donde estaba mi hinchada, que con fotos y gritos de aliento me hizo no querer estar ahí, y decidí acelerar y dejar toda la energía que me quedaba. No me voy a olvidar por mucho tiempo de esos minutos finales:
La calle se volvía más angosta, empezaban a aparecer las vallas, detrás de las cuales había cientos de personas aplaudiendo y alentando. De repente escucho por los altavoces la voz del presentador de la carrera, "...cientos de hombres y mujeres que van llegando y completando estos ocho kilómetros..." Ahí forcé la vista y vi de muy lejos la meta, y el reloj. No distinguía el número. Entonces empecé a acelerar, más y más, para poder ver el dígito final de la carrera. Al principio pensé que decía 1 hora 04 minutos y me decepcioné. Pero no dejé de acelerar y faltando algo más de 300 metros lo vi nítido: 49 minutos 40 segundos. Me dije a mí mismo que iba a terminar antes de los 50 minutos, y empecé a correr a toda velocidad hasta cruzar la meta a los 49 minutos 57 segundos. El tiempo neto desde que salí hasta que llegué fue de 47:48.



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